Go to English VersionEn los primeros años de la década del 80, cursando la secundaria básica, cruzaron mi camino dos húngaras suculentas. Katalina Soós pasó a tantas millas que solo pude apreciar sus accidentes con un telescopio de bolsillo. La otra, Szonja Török, me golpeó súbitamente con la misma violencia con la que el meteorito de Tunguska arrasó la Siberia remota. Las húngaras eran otra cosa. Lo notabas por sus peinados de vanguardia, por la libertad y la seguridad con que se conducían. Agarraban lo que querían sin pedir permiso. Desde el Danubio, János Kádár gobernaba a su gente con mano blanda. Alineado a la Unión Soviética, como no podía ser de otra manera, sostuvo una política de apertura política y económica que hizo que las húngaras fueran más abiertas.
Una templada mañana de diciembre de 1971, un húngaro, el microbiólogo József Vágvölgyi vagaba por una de las playas de la Isla Pinta, en Galápagos, en compañía del británico Peter Pritchard. Buscaban científicamente un tesoro. Cualquier pedacito de oro, un anillo, algo dejado por algún pirata borracho en los albores del tiempo. Encontraron uno asombroso. El último ejemplar de una tortuga gigante, que todos creían extinta desde principios de siglo. La sorpresa fue enorme, incluso para la comunidad científica internacional. Peter era ya conocido por su trabajo en la conservación de tortugas en peligro de extinción. Al húngaro no lo conocía casi nadie. Pero estaba ahí y no lo podemos borrar de esta historia de húngaras.
La tortuga, un macho, fue bautizado como Solitario George. La noticia de que un ejemplar de la subespecie de la isla Pinta seguía con vida fue de gran importancia para los esfuerzos de conservación de las Galápagos. Inspiró la creación de un Parque Nacional y un movimiento frenético para reproducir la especie. Pero la velocidad y la aceleración vertiginosa no son características de las tortugas, sean del tamaño que sean. Y a pesar de que Solitario George, se convirtió en una celebridad —anterior a las redes sociales— no dejó descendencia.

En el rostro curtido de Lonesome George se advierten surcos profundos, como líneas de un mapa tallado por siglos de sol y silencio. Su ojo oscuro, húmedo y brillante, parece contener la memoria de un mundo anterior al nuestro, como si cargara con secretos que nunca revelará. La mandíbula firme, apenas curvada en un gesto inmóvil, da la impresión de una paciencia infinita, de un sabio que observa el paso de los hombres sin inmutarse, sabiendo que la vida es más lenta y más vasta de lo que alcanzamos a comprender.
En una suite de lujo de la Estación Científica Charles Darwin, en Galápagos, George fue visitado por numerosas hembras originarias de la Isla Isabela. Estas tortuguitas en flor, compartían con George ciertas similitudes genéticas y llegaron con el carapacho lustroso y dientes de coral enfermo. George no les prestó atención. Otras, ninguna gigante ciertamente, pasaron días por allí, pero el impertérrito resistió toda tentación.
George murió finalmente, en 2012 y la subespecie Chelonoidis abingdonii fue declarada extinta.
¿Qué me inspira el texto? La imagen, por supuesto. El tremendo cansancio que deja ver el extinto, el último, el irrepetible.
A nadie se le ocurrió probar con una tortuga húngara, la de pantano, por ejemplo, la única nativa de la región. Incluso hay otra, una exótica de orejas rojas (Trachemys scripta elegans), que fue introducida furtivamente por traficantes y que ha desbancado a la nativa por su carácter jacarandoso y desinhibido. George quizás necesitaba un estímulo especial: la Danza No 5 de Johannes Brahms, nunca lo sabremos.
Quiero dejar claro que, a pesar de la edad y el nombre, esto no es una alegoría autobiográfica. No es un llamado de apareamiento ni una vocalización de cortejo. Si por casualidad Szonja Török, lee estas líneas que sepa que...

El último ejemplar conocido de la tortuga gigante de la Isla Pinta (Chelonoidis abingdonii), fotografiado en la Estación Científica Charles Darwin, protagoniza la reseña de Nick Rennison sobre el libro Lost Wonders de Tom Lathan (Picador, 2024), publicada en un suplemento literario británico como emblema de especies únicas que se extinguieron ante nuestros ojos.




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