
Sofia Loren y Jayne Mansfield en el Romanoff's en 1957
Con 22 añitos, la deslumbrante Sofía ya se encontraba bajo la lupa de los estudios Paramount. Sus ejecutivos, cautivados por sus actuaciones en Aida (1953) y El oro de Nápoles (1953), vieron en ella a la sucesora natural de las grandes figuras europeas que Hollywood había recibido en otros tiempos: Ingrid Bergman y Marlene Dietrich.
Cuando una señorita del calibre de Sofía Loren se disponía a ingresar en el mundo de ensueño de Hollywood, temblaban zorros y castores, nutrias y armiños. Una estrella en ciernes avanzaría envuelta en sus pieles —entonces emblemas de estatus y refinamiento— con toda la pompa imaginable, como una reina morena e incontestable que, a su paso, aceleraba el nervioso batir de los abanicos. Paramount había apostado por ella y esperaba que encarnara una combinación de sofisticación europea y magnetismo animal.
Así se le esperó en la noche de su presentación en el restaurante Romanoff's, de Beverly Hills, que —incluso sin ella— estaba siempre repleto de actores, directores, productores y periodistas. Organizar allí su cena de bienvenida fue una forma de introducirla directamente en el círculo íntimo de la élite de Hollywood. Invitaron a figuras de peso como Barbara Stanwyck, Montgomery Clift y Gary Cooper. Los ejecutivos de la productora querían dejar claro que no estaban allí para perder el tiempo.
De modo que, solo unos minutos más tarde de lo previsto y ataviada con los atributos del glamour, entró moviéndose con un equilibrio perfecto entre ingenuidad y escena. Tomó asiento y los gorriones del mundo cayeron al suelo como piedras.
Se suponía que sería una noche tranquila, con un guion perfecto, pero Jayne Mansfield, otra estrella en ascenso, irrumpió en la escena casi con ferocidad. No era ninguna improvisada. Había llegado a Los Ángeles como la rubia que rivalizaría con Marilyn Monroe y estaba más que entusiasmada con su misión histórica. Así que ejecutó su entrada triunfal, decidida a que nadie olvidara aquella noche.
Hizo estallar el protocolo cuando, después de quitarse el abrigo, tomó asiento a la izquierda de Sofía, quizá buscando que el público apreciara mejor aquel contraste de paisajes. Su vestido, de espalda descubierta y escote temerario, era en sí mismo una declaración de guerra. Pero Sofía Costanza Brigida Villani Scicolone había sobrevivido al fascismo de Mussolini… y ninguna rubia iba a perturbar su romana compostura.
En un instante fugaz, sus ojos se desviaron hacia la competencia y un fotógrafo afortunado atrapó, en el encuadre exacto, la que sería quizá la mirada más célebre de Hollywood. Mansfield sonríe al fotógrafo como si acabara de pisar un íncubo, mientras la Loren entorna la mirada hasta el punto de apretada tensión, con una mezcla de horror e incredulidad, pero también —ojo— geométricamente calculada. La imagen ha sobrevivido al tiempo porque cristaliza la épica de la lucha entre Europa y América, morena contra rubia, encaje contra ariete. Y en ese duelo, la expresión de Sofía fue el comentario más afilado. Sin decir una sola palabra, redujo toda la escena a un gesto que todo el mundo comprende pero que resulta casi imposible describir sin el referente.
Pero claro que lo intentamos.
La fotografía atrapa el desarrollo de una escena típica de pulsión escópica, esto es: la necesidad de mirar y de ser mirado. Mansfield ofrece, sin el menor pudor, un argumento resplandeciente: su escote hiperbolizado. Sonríe contenta porque sabe que su estampa es casi el 90 % del espectáculo. Para Sofía, su vecina deja de ser sujeto y se convierte en portadora del “objeto” que acapara la atención de toda la sala. Sabe que no debería mirar, pero no puede evitarlo. Su mirada —de algún grado de reproche— deja traslucir también fascinación, alarma y represión. Freud saltaría sobre la mesa para señalarlo como un ejemplo tremendo de los conflictos entre el ello (la curiosidad, el asombro, hasta la envidia) y el superyó (que trata de evitar mirar y juzgar abiertamente).
Aunque la imagen ha sido desdeñada por intentar perpetuar el prejuicio de la rivalidad femenina, podemos comentarla desde la perspectiva del psicoanálisis, que encontraría en ella la expresión del narcisismo femenino como obstáculo y motor del deseo masculino. De un lado, la elegancia contenida y sofocada de Sofía; del otro, la exuberante explosión de Mansfield. No se miran, pero cada una expone su repertorio. Dos maneras antagónicas de ejercer la seducción. Mansfield encarna la promesa inmediata del deseo; Loren, la contención. Calla, pero de su silencio rebosan comentarios imposibles de verbalizar.
Por las circunstancias en que fue tomado, este testimonio no es anecdótico: es la revelación de los síntomas de Hollywood como un enorme mecanismo libidinal. Sin embargo, ha funcionado como chiste durante décadas. Como tal, es liberador, porque desatasca la represión interna que provoca la hipersexualización en un entorno inapropiado.
¿Cuál es el valor último de la fotografía, su perfecto punto de sal, la cocción impecable?
Es la sonrisa, la gracia, el componente unheimlich: la inquietante sensación de inminencia, de que una bomba podía estallar sobre la mesa… Sofía salió ilesa del trance. Superada esa noche, lograría un Oscar por Dos mujeres, mientras Mansfield comenzaría su descenso hacia el olvido. Porque la Loren —asesorada por su marido, el astuto Ponti— supo sortear las peores olas, contratos y festivales. Mansfield, desorientada, apostó por el escándalo como estrategia de vida: algo poco sostenible.
La foto sigue viva, reproducida por generaciones de celebridades que intentan revivir esa mezcla insólita de glamour y peligro. La Loren no quiere saber nada de ella. Está consciente de que su mirada desnudó la farsa de la industria. ¿Qué diría la reina Victoria si estuviera en la mesa?
—One must never forget: a lady’s reputation is her crown… and some crowns, clearly, have slipped far too low.
Como Sofía, no digo nada.








Comments powered by Talkyard.