
La esposa de un conserje jubilado que vive en una vivienda de desalojo de tugurios en All Saints, Birmingham. Fotografía de Nick Hedges, 1971.
El viernes 20 de junio, hace apenas 9 días, murió el fotógrafo Nick Hedges, a los 81 años. El tiempo que vivió lo hizo convencido de la que fotografía es una poderosa herramienta para impulsar cambios sociales. No fue el único y por mi parte, que las tomo solo con el móvil, empiezo a considerarlo seriamente.
Estuvo particularmente activo durante la crisis de la vivienda en el Reino Unido, desde finales de los 60 hasta principios de los 70. Documentó la dignidad de las personas que vivían en entornos de pobreza casi absoluta y su capacidad de resistencia, al tiempo que denunció de manera tácita la incapacidad de los políticos para resolver desigualdades que ya eran estructurales.
No hay dudas de que fue un tipo simpático al que se le permitió la entrada en decenas de pequeños infiernos domésticos. Desde el silencio de la imagen habló —con una elocuencia extraordinaria— por los que carecían de voz. Fue decisivo en la campaña que impulsó cambios legislativos en materia de vivienda, que concluyó en la Housing (Homeless Persons) Act de 1977, que obligó a las autoridades a realojar a personas que vivían en condiciones precarias.
Aunque no hubiera hecho otra cosa, eso lo salva del olvido y le asegura un modesto espacio en la historia de la fotografía de posguerra. Pasó el resto de su vida contándolo, motivando, liderando la enseñanza da la fotografía en la Universidad de Wolverhampton hasta que no dio más. Se retiró cansado y con dudas en 2003. No le quedó claro que las nuevas generaciones entendieran la necesidad de comprender la historia para transformar el presente.

Hedges rehuyó siempre el artificio y expuso una verdad desnuda. Compartió la miseria de sus modelos con humildad. Cada una de sus imágenes es un fragmento de vida en suspenso, como si los personajes retratados llevaran años esperándolo para, por fin, empezar a ser. Exudan dignidad: esa humilde santidad que solo florece entre las ruinas.
Una de aquellas imágenes es la que quiero comentar hoy.
La fotografía fue tomada en Birmingham, en 1971. Se titula La esposa de un guardia de seguridad retirado en All Saints. Desde el título, es desoladora. ¿Es que no tenía nombre esa pobre señora, una existencia aparte? Si quisiéramos hacernos una idea del infinito, de lo insondable, podríamos hallarla en la tristeza demoledora que esta mujer exuda. Quizás con la mejor intención, Hedges aleja el foco para introducir lo único luminoso de la escena: una lamparita casi ridícula, de un blanco encendido. La luz, la vía de escape que simbólicamente propone, están fuera del alcance de la pobre mujer. Al hacerlo, disminuye aún más su presencia, reduce su impacto en el plano, la minimiza, la corta por las rodillas, como si se hundiera lentamente en el anonimato y en el olvido más salvaje.
La cocina, los cacharros, los trapitos colgados… todo está, sin embargo, visiblemente limpio. Ella misma, a pesar del encierro, parece una mujer que ha volcado sus últimas fuerzas en mantenerse limpia. Aún así, y desde la mirada actual, ¿cómo encajan aquí las narrativas de la superación personal, las ideas libertarias de las nuevas Cenicientas, justo cuando esos mismos objetos, en su sombrío equilibrio, no parecen más que perpetuar su desamparo?
Aquí me asalta una duda perniciosa, casi malintencionada, aunque nacida desde la mejor de las intenciones.
Si aceptamos que el espacio es una manifestación de la personalidad de quien lo habita —y que puede ser tanto entorno físico como una externalización de la psique, expuesta, vulnerable, bajo constante presión—, la posición central de la protagonista con sus manos juntas sobre el regazo —que también nos hablan de autocontrol y disciplina— pero también de una emocionalidad extinguida ¿es reflexo de su condición humana intrínseca?
Solo veo los restos de una mujer cuyo sentido carnal ha sido suprimido por la precariedad y por la necesidad de hacer “lo posible con lo que haya”. A eso le llamaría yo supervivencia opresiva. Tal y como entendemos que la cocina parece ser su puesto de trabajo, también es perceptible su deseo de descanso, de abandono, la búsqueda de aire fresco, la huida.
¿Imaginan las escenas que pudo ver Marx en su tiempo? Las primeras manifestaciones del voraz capitalismo primitivo, la alienación del proletariado, las sobrecargas y la presión del trabajo doméstico sobre las espaldas de muchas mujeres recién instaladas en las periferias.
Siguiendo su teoría de la alienación, la cocina de esta mujer es el espacio que ocupa una relación de clase que perpetúa su pobreza.
Imaginen que Marx concibió el comunismo para acabar con todo esto. Imaginen que el comunismo terminó resucitando la misma enajenación del ese primer capitalismo desorientado.
La esposa del guardia, la hija de su madre, la madre de sus hijos —las mismas en 1857, en 1971, y hoy en Cuba, en 2026— no se encerró porque aversión la. La arrojaron allí las condiciones materiales y productivas que la rodeaban.
Y su imagen la es de un agotamiento histórico, de una realidad aplastada… y, a la vez, de resiliencia.
Pero sumamente triste.




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