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A propósito de una fotografía publicada por mi amigo Claudio.

Octubre 6, 2024 | Por R10
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Margaux Hemingway fotografiada por David Hume Kennedy en La Habana, Cuba. 1978.A comienzos de octubre de 2024, mi amigo Claudio Rafael Santiago Ballestero compartió esta imagen en su muro de Facebook. No sabría decir con exactitud qué me impulsó a retomar estas reflexiones, que había abandonado a finales de 2021. Tal vez fue el eco de algo que nunca terminó de resolverse. Aquellos eran tiempos sombríos; el presente no es precisamente radiante tampoco, pero al menos me permite entregarme a estas obsesiones fugaces que devuelven una cierta medida de alegría.

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Tengo la impresión de que la mayoría de las personas que solían leer frecuentemente y que rondan hoy los cincuenta o los sesenta, tuvieron en algún momento un affaire simbólico con Ernest Hemingway. La rentabilidad no fue en la Cuba de los 80 un factor a tomar en serio. Las editoriales lanzaban miles de volúmenes a las calles, con un precio ridículo, casi siempre menor que el de una simple pizza de queso. A pesar de ello, los libros acumulaban polvo en las librerías. Entre ellos se podía encontrar sin esfuerzo casi toda la producción de Hemingway.

Yo lo conocí por Paris era una fiesta. Un retrato íntimo y nostálgico del Paris de entreguerras. Era fácil imaginarlo recorriendo sus calles cuando la ciudad era aún un centro vibrante para artistas, escritores e intelectuales del mundo entero, sobre todos aquellos que formaban parte de la 'Generación Perdida'. Se contaba lo mismo desmenuzando una baguette crujiente y dorada tras el amor, que compartiendo unas copas con Ezra Pound o Gertrude Stein. La atmósfera del libro estaba marcada por los cafés, las tertulias y los paseos vespertinos. Hasta ahí, nada que no fuese lo que debía ser.

Más tarde leí Las nieves del Kilimanjaro y Las verdes colinas de África, donde describe sus experiencias con la caza y donde se deja ver su indisimulada pasión por la violencia y la sangre. La sintonía intelectual forjada desde sus modestas y prácticamente sanas aventuras parisinas, me hizo cómplice irreflexivo de toda aquella masacre. Recuerdo mis visitas al modesto Museo de Ciencias del Capitolio. Al principio lo recorría como Félix Rodríguez de la Fuente, con un amor casi mórbido por la vida salvaje y luego como el Hemingway de turno: matando lo que se me pusiera delante.

Mis primeras diferencias con el escritor —todavía no bien estructuradas— empezaron con sus relatos sobre el boxeo. Lo había tocado en Paris era una fiesta, pero de pasada. En Fiesta —aunque mas conocida por su retrato de las corridas de toros— y sobre todo en Fifty Grand, lo incorpora de manera directa y protagónica. Toda su literatura traslucía a la postre un macho que ejercía una violencia disciplinada y prudente, torturado por la posibilidad de padecer un instante de debilidad. Su pieza más famosa El viejo y el mar, la leí de última, en inglés, porque en aquel momento quería practicar el idioma y sobre todo, porque era breve. No por otra cosa.

Y yo también fui un cretino, pero mucho más modesto: fumaba en las guaguas —a finales de los 80. Le disparé a un gato con una carabina de aire comprimido, lancé papas a los peatones desde mi balcón... No era de fajarme mucho a pesar de me crie entre dos solares. Posiblemente mis lecturas posteriores, mi toma de contacto con la literatura rusa y alemana, modelaron mi espíritu a la introspección, hacia el análisis silencioso del alma humana. Me di cuenta de que la violencia deja una capa de ceniza grasienta e indeleble en el corazón, tanto del que la padece como del que la presencia. Nunca la ejercí al extremo de enfrentar secuelas posteriores. El suicidio es también un acto violento. Para un católico es un atentado al don de la vida que es entregado en última instancia por Dios. Me queda la duda de si las trazas violentas pasan de generación en generación hasta que las borran cien años de buenas acciones.

Viendo la foto de Margaux Hemingway que subió mi amigo Claudio no puedo dejar de advertir en su semblante una vergüenza insondable y triste. Margaux terminó quitándose la vida como su abuelo. Pero en su caso no tenía la excusa de la decadencia. Fue un acto perpetrado en si misma en una plenitud esplendorosa. Una vez, en una conversación casual, un alguien de la vida me dijo que yo no tenía la culpa, ni siquiera mi padre, en todo caso mi abuelo, que al final tampoco la tenía.

Margot Louise Hemingway, nació en Portland, Oregón, en 1954. Fue la hermana mayor de la actriz Mariel Hemingway y nieta del escritor Ernest Hemingway. Cuando se enteró de que fue bautizada como el vino Château Margaux, que sus padres Puck y Jack Hemingway ( hijo mayor de Ernest ), estaban bebiendo la noche en que fue concebida, cambió la ortografía original de ‘Margot’ a ‘Margaux’ para hacerlos coincidir.​ Creció en la granja de su abuelo en Ketchum, Idaho. Ganó fama como supermodelo en la década de 1970, apareciendo en las portadas de revistas como Cosmopolitan, Elle, Harper’s Bazaar, Vogue y Time. Firmó un contrato de un millón de dólares con Fabergé como portavoz del perfume Babe. Sus últimos años se vieron empañados por episodios de adicción y depresión —incluyendo la bulimia y la epilepsia—, morbosamente publicitados por los medios. Permitió una grabación de vídeo de una sesión de terapia relacionada con su bulimia que fue transmitida por la televisión. Debido a la dislexia, no leyó muchos de los libros que su escribió su abuelo. Se suicidó por sobredosis de drogas del 1 de julio de 1996, a la edad de 42 años.

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