Go to English VersionDesde hace varios años pasamos gran parte de nuestra vida en las redes sociales. Diría que les prestamos casi tanta atención como a nuestro entorno emocional más íntimo. Casi todos estamos enganchados al punto de ser casi adictos. Las redes parecen diseñadas para activar algún sistema de recompensa cerebral que libera un chupito de dopamina cada vez que recibimos la aprobación de la manada. Genera una sensación de gratificación inmediata que nos impulsa a seguir tecleando y a la vez nos mantiene enfocados en la pantalla si no la recibimos. Esto por un lado.
Por el otro es una fuente de distracción que nos libera del hastío del día a día. Como una cueva fresca que se mueve junto a nosotros. Un refugio permanente que nos acoge cada vez que nos satura el aburrimiento, el estrés y la mediocridad de la existencia. Espero que a estas alturas hayamos asumido que a todos nos rodea un entorno espinoso que nos fuerza al sufrimiento a cambio de un gozo fugaz.
Queremos escapar de la realidad. Todos. Por ello —cuando no estamos espoleados por el látigo laboral— pasamos mucho tiempo en las nubes... flotando en la sopa tibia del 'dolce far niente' donde no hay remordimiento ni culpa. Este páramo estéril donde practicamos la asepsia del ocio necesita construcciones, metáforas visuales para que el alma lo encuentre a través de las nieblas de la angustia. Paisajitos, entornos bonitos, cuentitos, francotiradores que cada vez que nuestro sentido crítico asoma, para juzgarlos con algún criterio, le vuele la tapa de los sesos.
De esas imagenes quiero hablar. Quiero ser yo el francotirador enemigo, que cuando advierte al 'otro' le ponga —si no es demasiado cejijunto— una bala entre ceja y cejo.
Tu mira que figurita mas bonita. Tan armónica, tan absurdita. Es un paisaje nevado, pero tibiecito. Hierbajos erectos sostienen grácilmente el peso de libras de nieve. El agua, que tan plácidamente los refleja parece espuma radioactiva. La niebla esconde la sutura con estambre y cable telefónico que une una imagen a otra. Llega justo hasta el lado B de la garza, que parece levitar en algún lugar entre el pantano rosáceo y el pilote desenfocado de la cerca. Si se fijan, sus patas 'penetran' el difuminado.
La imagen propone una realidad in extremis confinada —posible, pero poco probable— que nos permite fisgonear un mundo de paz y susurros que opera como un santuario. Pero pregunta la garza por qué el sol que se hunde o que se eleva, parece tan 'kilimanjárico' o amazónico... o ígneo, o soporífico. Si nos hundimos junto a la grulla suspendida sobre el íntimo pantano criogénico nos alejamos de las deudas, de todas... de las del 'tengo que hacer esto antes de las... ', 'el dentista', el mecánico... pura evasión.
Y que composición tan afortunada compañeros y compañeras. El Solecito al centro. A un lado las hierbitas agrestes, del otro el pajarote. En un primer plano la balaustrada que custodia ese paraíso primordial. Ante ese primer plano, se amontonan señores y señoras que entrecierran los ojos y se montan en el primer tren con destino a 'que me importa donde'. Y no, no propongo tomarme la pastilla azul que nos ofrece Morfeo... hay muchas imagenes auténticas si queremos deslizarnos por ese tobogán. También las compartiremos junto a estas trampositas. Estos textos corresponden y serán recogidos en una sección que llamaremos Snapshots. Soon.




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