
Griet, la joven criada que inspira la pintura de Johannes Vermeer, es interpretada por Scarlett Johansson en la película Girl with a Pearl Earring, dirigida por Peter Webber en 2003. El fotograma intenta recrear el referente original y su atmósfera pictórica con meticuloso desacierto.
Pienso que tiene que ver con la edad el que empecemos a desaprobar un por ciento enorme de los estímulos que recibimos a diario. Visuales, acústicos, olfativos; se salvan quizás —y en menor medida— los táctiles. Quizá porque, después de los cincuenta, ya no somos tan tocados como alguna vez lo fuimos.
Las redes sociales —Instagram, Facebook, y otras por el estilo— se han convertido en una fuente inagotable de los visuales. La mayoría son tan cutres que el acto de descartarlos se vuelve un reflejo, uno que ejecutamos incluso cuando algo bueno aparece ante nuestra mirada.
Ni sé si es o no el caso, pero esta fotografía —Scarlett Johansson en el papel de la conocida chica de la perla— me provocó un leve rechazo. No me gustó, a pesar de que ella, en el papel de sí misma, me gusta, y mucho.
Con el paso de las horas, la pequeña insatisfacción —esa levísima perturbación en el equilibrio de mi imaginario visual— retornaba, insistente y tenaz, a mi memoria. ¿Por qué me resultó tan incómoda la recreación de uno de los gestos, de una de las miradas más inescrutables de la historia del arte?
Busqué el original... cuyo recuerdo se acercaba nublado, apenas superpuesto sobre su recreación. Para mi sorpresa, tenía más puntos en común de los que creí en un principio. Sin embargo, también confirmé que un abismo separa una imagen de la otra.
El óleo de Vermeer se titula Muchacha con turbante (Meisje met de parel, en neerlandés). Si no la más, es sin duda una de las piezas más emblemáticas de su autor. La pintó alrededor de 1665, en pleno Siglo de Oro neerlandés, un período de gran prosperidad económica y artística en los Países Bajos. Es una pieza pequeñita. Obviamente no pensaba en salas de museos cuando la concibió: mide menos de cuarenta y cinco centímetros de alto por treinta y nueve de ancho. De hecho, ni siquiera es un retrato —se desconoce quién fue la modelo—, sino más bien un tronie: un estudio de la expresión humana. Un alarde, si se quiere, del dominio en la representación de emociones sutiles —asombro, sorpresa— y también de determinadas etapas de la vida como la juventud o la vejez, o incluso de tipos étnicos o sociales específicos. En el contexto de Vermeer y sus contemporáneos, los tronies fueron muy populares tanto como ejercicio artístico como para su venta en el mercado del arte. Al no depender de encargos aristocráticos ni religiosos, ofrecían mayor libertad y creatividad.

Pintada por Johannes Vermeer hacia 1665, La joven de la perla forma parte de la colección del Mauritshuis en La Haya desde 1902. Arnoldus Andries des Tombe, un coleccionista holandés, la compró por una suma irrisoria en 1881: dos florines con treinta centavos, equivalente a una modesta cena en aquel entonces. Aunque posiblemente su estado de conservación no era el ideal, Arnoldus sabía perfectamente lo que estaba comprando. Por fortuna para todos —excepto para él—, al no tener herederos, la donó al Mauritshuis en vida y voluntariamente, poco antes de morir.
No logro encontrar palabras para describir ni esa mirada ni lo que siento cuando la sostengo. Es un punto de suspensión que ni entrega ni desafía. Al volverse —quizás sorprendida por un susurro o un pensamiento súbito— no nos enfrenta: nos interroga, más bien; nos lee, intenta adivinar nuestras intenciones con una calma y una indiferencia tan tierna como apabullante. Una mirada donde caben holgadamente toda la inocencia de varios siglos y su curiosidad, revelando además una vulnerabilidad tan contenida que paraliza. Sin dramatismo, entona un canto silente a la intimidad inesperada... es el escrutinio más suave y enervante que recuerdo.
La mirada es el eje del cuadro. Envuelta en un fondo negro, girada sobre el hombro, con el rostro apenas inclinado, apenas reacciona. No juzga, no invade ni cede, y aun así concede la inmortalidad del instante: clava la duda en tus propios ojos. Es esa palabra que tanto usamos sin saber lo que nombra: misterio. A primera vista, su turbante azul y dorado, y la gran perla que cuelga de su oreja, actúan como puntos focales de la composición. Luego advertimos el implacable triángulo que forman el extremo lateral del ojo, su labio inferior y la perla sobredimensionada. Irónico que, ciñendo el título al turbante —quizá por exótico—, se la conozca en el gremio como la muchacha de la perla. Parece más bien el peso de la perla —físico y simbólico— el que condiciona ese gesto ladeado. Todo lo demás, sostenido por el uso magistral de la luz y la composición, no es más que estructura al servicio de ese instante suspendido.
Sus labios rojísimos ni transmiten ni provocan deseo. No son seductores, a pesar del brillo y de la abertura. Es una pieza fenomenal, de esas que retan a la inmortalidad justo así, con la misma mirada.
Vermeer murió en 1675 dejando una vida sencilla y 36 obras. Occidente, como es habitual, le otorgó post mortem una fama creciente, convirtiéndolo en uno de sus grandes maestros. Era también de esperar que esta pieza llegara a los grandes medios masivos, a la literatura, a la televisión, y por supuesto, al cine. Aquí entra Scarlett Johansson a intentar reproducir esta desconcertante, demoledora e insoportable mirada.
De ella nos ocupamos en el siguiente post.




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